A Manuel y su barbado retorno
No hay puerto en Haití frente al cual no descansen, herrumbrosos, los restos de algún buque mercante. Es una imagen recurrente, una referencia tangible, invicta, del estado de cosas en el país. Si quedasen fuerzas y ganas para echarle una mirada romántica y nonchalant a esos armatostes, hasta capaz que alguno de ellos alcanzase a ser mencionado en las narraciones de Álvaro Mutis y así salvarse del impenetrable anonimato al que se encuentran anclados.
Fuera de la ensoñación, esos buques son la pesadilla de cualquier conservacionista y en Cabo Haitiano no podía ser de otra manera. Nada detendrá el que entreguen sus partes a las playas. Sin prisa ni pausa, pedazos de madera, y piezas de metal se irán apiñando con botellas y plásticos, cartones y demás tipos de desperdicios que afean todo borde de mar en este lado de la isla (excepción hecha de un puñado de playas privadas…)
Con el tiempo, otros naufragios asoman al ojo del observador.
El de las carcasas de vehículos, plaga de mirmicoleones que infectan Quisqueya (una semana de paciente espera y podrás verlos metamorfosear del beatífico estado de simples autos abandonados, al de desangeladas estructuras cadavéricas).
El de las muchachas dominicanas, que dejan zozobrar sus cuerpos en burdeles embanderados de ropas secándose al sol.
El de ese par de futbolistas brasileños llegados de Vietnam para hacer parte del equipo local.
El del tipo que me mira en el espejo…